dissabte, de maig 17, 2008

Envueltos en celofán

La alimentación en mi niñez se basaba en la, ahora tan promocionada, dieta mediterránea. Eran otros tiempos. Todos comíamos y cenábamos en casa, amén de algún extra sabatino en la Barceloneta (en Can Ramonet, un restaurante donde se comía, gambas básicamente, en unos toneles habilitados como mesas, o en el Porta Coeli del Rompeolas, donde además celebramos la comunión, Farruquito style of course) o en algún restaurante de montaña (canelones y lomo con tomate solían ser mis platos preferidos). Las comidas de mi madre solían ser, como ahora se conoce, de mercado. De primeros, sopa y/o escudella, macarrones gratinados con carne, judías verdes con patatas, arroz hervido, sémola, garbanzos, estofado de lentejas. De segundos, huevos fritos y/o tortillas variadas (lo de variedad es relativo: de patatas o espinacas, de espinacas o patatas), filetes de ternera y/o buey, muslo y/o pechuga de pollo, lomo y/o carnemagra empanado, costillas y/o conejo a la brasa, merluza o calamares siempre rebozados, pescadilla mordiéndose la cola (¿era imprescindible tal presentación tan desagradable?). De postre, fruta o flan casero en recipientes de aluminio.
Hubo un momento, hacia principios de los ochenta, no recuerdo bien que año que todo cambió. No sé si coincidió con algún acontecimiento de esos que marcan a una generación, que suponen un punto de inflexión o de no-retorno, rollo caída del muro o mayo francés, you know. Ese momento, que quizás coincidió con el Mundial del Naranjito, con la victoria socialista del 82, con la entrada en la OTAN, con el fichaje de Maradona, con la visita a España del Papa, con el 23-F, con la menopausia de mi madre o vete tu a saber, supuso un cambi de hábitos radical en la forma de alimentarnos hasta entonces. El menú diario empezó a poblarse de extraños alimentos, tales como coles de Bruselas, spaghettis, tortelinis de carne y/o queso, pizzas y/o pizzetas, novedosas hamburguesas recién llegadas del puto país del Tio Sam, filetes de pollo, croquetas y/o patatas congeladas, yogures Danone. Mi hermana y yo nos adecuamos a la nueva situación culinaria con la facilidad que proporciona la adolescencia a absorver nuevas y excitantes experiencias. Mi abuelo, cuya adolescencia había sido coetánea de Cambó, Primo de Rivera y el general Mola, flipaba con los menús. Y cada tortelini que consumía contribuía a agigantar la etiqueta ésa que tenía, y que años más tarde y en otro contexto definiría algún periodista ( ¿fue Juliana o Brunet?) como el català emprenyat.
Nada que objetar a ese cambio de hábitos alimentarios. También lo hemos sufrido en mayor o medida en los últimos años. Cous-cus, falafel, nachos con queso complementan ahora nuestra dieta con total impunidad. Y contribuyen, desde una óptica (debería decir estómago) a una visión más integradora y mestiza de nuestro nuevo entorno social.
Lo que si era objetable, y eso lo descubrí años más tarde con gran rídiculo y/o sonrojo, era la forma de cocinar de mi madre de las novedosas hamburguesas recién llegadas del puto país del Tio Sam que aparecieron en nuestras carnicerías en los albores de los años ochenta. ¡¡Las freía directamente en la sartén con el celofán!!. ¡¡Y nosotros, como la mayoría de veces quedaba el tal celofán requemado con la carne nos lo comíamos!! . No sé las veces que le diríamos a mamá: ¿El plástico se puede comer?. Y las mismas veces contestó mamá: Pues claro que sí.
El papel de celofán me viene al pelo para sentenciar este post. Hoy en día, nosotros padres envolvemos sistemáticamente a nuestros hijos en papel de celofán para evitarles cualquier peligro y/o sufrimiento adicional. Nuestros padres, mi santa madre en este caso, sólo usaban el celofán para freirnos las novedosas hamburguesas recién llegadas del puto país del Tio Sam. Así me he quedado, rozando el metro setenta.